El Campeonato del Mundo de Fútbol de 1950 significaba la vuelta a la actividad tras doce años marcados por la Guerra Mundial. El torneo se disputaba en Brasil, en el pais que quizá, más intensamente vivía el juego, casi religiosamente, para ello habían construido el mayor estadio del mundo, Maracaná, cuya capacidad rondaba los 200.000 espectadores. Iban a faltar diversas selecciones, pero a cambio acudía el vigente campeón, Italia aunque marcada por la tragedia de Superga un año antes en que varios de los mejores jugadores del pais, enrolados en el Torino morían en el accidente aereo contra la basílica de la ciudad. Acudía por fin Inglaterra, ausente en los tres primeros mundiales que era una de las favoritas. Junto a ellas estaba Uruguay, laureada en mundiales y juegos olímpicos y, sobre todas, la selección anfitriona, con una delantera fabulosa y toda la fe y la pasión de millones de hinchas.
El torneo se desarrolló con alguna sorpresa, como las derrotas de Inglaterra ante España y, sobre todo, ante Estados Unidos, pero a la hora de la verdad, el último día, en el último partido de la liguilla, que por primera y única vez decidía el Campeón del Mundo, se encontraban frente a frente Brasil y Uruguay. Los locales eran los grandes favoritos, no sólo porque con un empate les servía para coronarse, también por jugar de locales y por una delantera con un promedio de goles demoledor: siete a Suecia, seis a España. Aquella tarde todo estaba preparado en Maracaná para coronar a los brasileños, la fiesta estaba preparada, el discurso de Rimet redactado en portugués, incluso los dirigentes uruguayos no confiaban en otra cosa que en la victoria brasileña.
La leyenda del Negro Jefe comienza justamente ahí, cuando los dirigentes proclaman que ya han hecho bastante, que una derrota por menos de cuatro es aceptable, el seleccionador les pide que se cierren en defensa a esperar el previsible vendaval brasileño. Pero Obdulio Varela, ya en el tunel, antes de saltar a la cancha, decide que ha llegado el momento de ejercer de capitán. Dirigiéndose a sus compañeros les dice que nada de cerrarse y esperar, que si hacen eso los brasileños los van a pasar por encima, que pueden ganar y, finalmente, una frase refiriendose a la multitud que les espera que ha quedado en la historia: «¡los de afuera son de palo!».
El partido comienza según lo esperado, los brasileños se lanzan en tromba sobre la portería de Maspoli, pero poco a poco los uruguayos consiguen, tocando el balón, que el ritmo vaya decayendo y los brasileños se adapten al esquema uruguayo en lugar de a la inversa. La primera parte acaba con la multitud inquieta, en los encuentros anteriores el poderoso trio central del ataque local ha sentenciado los partidos por vía rápida. Al comienzo de la segunda mitad Friaça bate a Maspoli y anota por fin el primer gol del partido para Brasil, el estadio enloquece de júbilo y alegría, pero ante el estupor general, Obdulio Varela coge el balón de la portería, lo coloca bajo el brazo y se dirige lentamente hacia el juez de linea para reclamar un supuesto fuera de juego en el gol. El arbitro inglés se acerca pero ante la imposibilidad de entenderse, Varela consigue que un traductor entre en el campo para aclarar la discusión.
“…Ahí me di cuenta que si no enfriábamos el juego, si no lo aquietábamos, esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar la reanudación del juego, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido. Entonces a paso lento crucé la cancha para hablar con el juez de línea, reclamándole un supuesto off-side que no había existido, luego se me acercó el árbitro y me amenazó con expulsarme, pero hice que no lo entendía, aprovechando que él no hablaba castellano y que yo no sabía inglés. Pero mientras hablaba varios jugadores contrarios me insultaban, muy nerviosos, mientras las tribunas bramaban. Esa actitud de los adversarios me hizo abrir los ojos, tenían miedo de nosotros. Entonces, siempre con la pelota entre mi brazo y mi cuerpo, me fui hacia el centro del campo de juego. Luego vi a los rivales que estaban pálidos e inseguros y les dije a mis compañeros que éstos no nos pueden ganar nunca, los nervios nuestros se los habíamos pasado a ellos. El resto fue lo más fácil”.
Cuando el juego se reanuda han pasado varios minutos, la fiesta del gol ha pasado y el estadio permanece en un silencio expectante. El partido y el ánimo de los brasileños se han enfriado. La recta final del partido se juega según el guión y el ritmo de los uruguayos, Schiaffino y Ghiggia anotan para dar la vuelta al marcador y sumir en la incredulidad y la estupefacción a todo el estadio que calla en un silencio atronador. Uruguay es campeón.
Jules Rimet baja al cesped para entregar la copa a los campeones, el desconcierto es total, entre una nube de gente Varela practicamente le arrebata la copa de las manos. El presidente de la FIFA lo recordaba así:
“…Todo estaba previsto, excepto el triunfo de Uruguay. Al término del partido yo debía entregar la copa al capitán del equipo campeón. Una vistosa guardia de honor se formaría desde el túnel hasta el centro del campo de juego, donde estaría esperándome el capitán del equipo vencedor (naturalmente Brasil). Preparé mi discurso y me fui a los vestuarios pocos minutos antes de finalizar el partido (estaban empatando 1 a 1 y el empate clasificaba campeón al equipo local). Pero cuando caminaba por los pasillos se interrumpió el griterío infernal. A la salida del túnel, un silencio desolador dominaba el estadio. Ni guardia de honor, ni himno nacional, ni discurso, ni entrega solemne. Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. En el tumulto terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y casi a escondidas le entregué la estatuilla de oro, estrechándole la mano y me retiré sin poder decirle una sola palabra de felicitación para su equipo… ”
Brasil está en silencio, de luto, mascando la tragedia. Tan grande es el impacto de la derrota que la selección no volverá a disputar un partido en dos años, que se abandonará el color blanco que vestían hasta el momento para cambiar a la verdeamarelha, que los componentes de aquella selección quedarían señalados para siempre por esa derrota.
Uruguay celebraba la victoria, pero Varela no estaba en la fiesta, había salido a la calle a mezclarse con la gente. Abrumado por la tristeza que observa por todas partes pasa la noche de bar en bar, bebiendo con los brasileños. Regresó al hotel al amanecer. Nacía el mito del Negro Jefe.